“Cantabria infinita”. Éste es uno
de los slogans con los que nuestros vecinos del otro lado del puerto de San
Glorio promocionan las bondades de su tierra. El calificativo es, cuanto menos,
ambicioso. A primera vista parece desproporcionado tildar de infinita a cualquier cosa de este mundo
terrenal por muy hermosa, grande o atractiva que sea. Pero ya se sabe que a la
hora de vender el producto no hay que
escatimar en el elogio. Después será el consumidor quien deberá aplicar el
procedimiento del famoso anuncio de la tele: “pruebe, compare, y si encuentra algo mejor, cómprelo”. Es aquí
donde entra en juego el Club Ciclista León. -Me explico-: un buen grupo de
socios nos decidimos a comprobar ese “infinito” de Cantabria haciendo lo que
más nos gusta. La oportunidad nos la brindó la marcha cicloturista llamada “la
Cantabrona”, fijada este año para el día 22 de abril. Una marcha madrugadora y
primaveral que por su situación en el calendario siempre plantea algunas dudas.
Una es la de la climatología -en plena primavera y en Cantabria nos es muy
extraño que te toque la lotería de la lluvia y el frío-. Y otra la del estado
de forma (Aunque creo que ésta
incertidumbre nos acompaña a algunos durante casi todo el año).
Embarcados en la aventura, nos
fuimos acercando poco a poco a la fecha marcada. A pesar de las dudas a las que
antes hicimos alusión, he de confesar que en mi caso me encontré en vísperas
del evento sin haberme calentado demasiado la cabeza. Otras ocupaciones y
preocupaciones me mantuvieron distraído hasta pocos días antes de la marcha.
Además, como Jorge me había dicho que “la Cantabrona
era un buen entrenamiento” para afrontar otros objetivos del año, mi
subconsciente actuó automáticamente para quitarle bastante hierro al asunto. Si es un entrenamiento, tampoco será tan
dura… pensaba, iluso de mí… En estas
me vi hasta dos o tres días antes del evento. Fue entonces cuando me dio por informarme más detenidamente de
los detalles del recorrido. Y allí empezaron a sonar algunas alarmas: ¡¡¡180
kilómetros, cinco puertos de montaña y más de 3700 metros de desnivel
positivo!!! No está mal para ser un entrenamiento…Pero ya no había vuelta
atrás: suerte, al toro y que sea lo que
Dios quiera… Llegamos finalmente al día de la marcha. A las 8:50 h. nos
plantamos en la línea de salida situada en la localidad costera de Cuchía. Un
lugar bonito y un día esplendoroso. Ni rastro de nubes amenazantes sobre
nuestras cabezas. De momento, todo a favor. Después del encuentro con los
compañeros del club, de los saludos de rigor y de las fotografías para
inmortalizar el momento, nos incorporamos a la cola del grupo de los 1000
bicicleteros participantes. La colocación estratégica en este preciso lugar del
pelotón ya dejaba en evidencia nuestra intención: disfrutar, disfrutar y
disfrutar. Nada de cronómetros ni de preocupación por clasificaciones o cosas
semejantes. Ya en el cajón de salida, pude saborear el momento. Es uno de los
que más me impactan y sobrecogen. Me gusta palpar esa mezcla de sentimientos
que aletean por el ambiente justo antes de comenzar a rodar. Me gusta imaginar
la historia particular de ilusión, esfuerzo y sacrificio que ha llevado hasta
allí a cada uno de esos rostros desconocidos. Me gusta contemplar el chorro de
color que imprimen nuestras ropas y nuestras bicis al reflejar el sol de la
mañana. Es como si, por un instante, esta vida que tantas veces nos resulta
gris y oscura se vistiera de arcoíris.
Bastó el toque de campana para
volver en mí y para bajar de nuevo a la tierra: a esa tierra que nos
descubriría sus secretos durante buena parte de la jornada. El primer tramo del
recorrido resultó tranquilo y cómodo. La organización de la prueba se encargó
de contener los ímpetus de los más competitivos hasta el kilómetro 30. Pelotón
agrupado, terreno favorable y primeras
sensaciones para ir anticipando lo que nos depararía el resto de la jornada. Así
llegamos a las rampas del alto de San Martín, primera dificultad montañosa de
la jornada. Una ascensión corta, tendida y facilona, que serviría de aperitivo
de lo que llegaría después. Empalmamos, a continuación, con el puerto del
Caracol. Aquí la cosa se puso más seria: 10 kilómetros de ascensión con una
pequeña tregua de terreno favorable en la mitad de la subida. La prudencia y el
sentido común nos invitaron a imprimir un ritmo tranquilo y a guardar fuerzas para
lo que nos quedaba por delante. No obstante, la carretera empinada ya se
encargó de recordarnos que no veníamos de paseo y que el rodar trotón del plato
pequeño nos iba a acompañar durante unas cuantas horas más. La cosa se puso
definitivamente seria al llegar al kilómetro 60. Allí arrancaba la subida a Lunada,
la más dura de la ruta, pero también la más bella y espectacular. 15 kilómetros
de pura poesía ciclista. La carretera serpenteante, el verdor de la montaña, el
azul del cielo y la vista majestuosa del valle a nuestras espaldas componen en
este puerto una de esas estampas irrepetibles que hacen que amemos el ciclismo.
Sin duda es uno de los lugares más bellos que han visto mis ojos. En el terreno
estrictamente deportivo tanto Lunada, como los dos puertos que aún quedaban por
delante, la Sía y Alisas, los afrontamos con una filosofía parecida: buscar
nuestro ritmo, velocidad constante dentro de la moderación, y restar metros a
la cima. Una vez coronados, tiempo para comer, beber y esperar al resto de la
tropa. Después bajar juntos y sin dispersar demasiado el rebaño. Para mi
sorpresa, el cuerpo iba respondiendo espléndidamente y las fuerzas acompañaban.
Quizá ayudaba el hecho de ir en la parte trasera del pelotón: -cuando tus vecinos
van más castigados que tú y te permites coger el carril de la izquierda para ir
adelantando a casi todo lo se te pone por delante, terminas por creerte una
especie de reencarnación de Pantani-. Así discurrió la parte central de la
marcha, sin mayores incidentes. Bueno, nada reseñable hasta que aparecieron los
molinos del viento… Algún alma caritativa (y no miro a nadie) me alertó de esta terrible visión como un
punto crítico del recorrido donde la carretera desafiaba la fuerza de la
gravedad con unos increíbles porcentajes… Y a mí, como a un tonto, me pasó lo
mismo que a Don Quijote: confundí los molinos con gigantes, hasta que comprobé
que todo era una farsa… -¡Menos mal que no soy rencoroso!-
Coronado el puerto de Alisas ya
sólo nos quedaban 55 kilómetros y sin ninguna dificultad montañosa de
relevancia. ¿Terreno fácil? Nada de eso… Los que repetían en la marcha nos
advirtieron de lo contrario. Los temibles y continuos repechos del final del
recorrido, unidos al desgaste acumulado, podían componer un coctel peligroso.
La sombra del “tío del mazo” asomaba en el horizonte para golpearnos de un
momento a otro. Pero ¿quién dijo miedo? Había que gastar las fuerzas que
todavía conservaban nuestros cuerpos y lo cierto es que, en mi caso, no sé
dónde se guardaban, pero aún me quedaban algunas. En el furor del momento hasta
nos dio por asomar en la cabeza de la grupeta para tensar el ritmo y para ir
recogiendo cadáveres. (-Prometo que no
fue una venganza por la broma de los molinos-). Así nos fuimos acercando a
la meta. Para mi sorpresa el físico me acompañó hasta el final. No sé si fue por
mi estado de forma, o porque el terreno se adaptaba bien a mis características
fisiológicas, o porque el amor propio y las ganas de llegar me hicieron sacar
fuerzas de flaqueza, pero lo cierto es que las fuerzas acompañaron y llegué
mucho mejor de lo esperado.
Por fin nos encontrábamos en el
último kilómetro y había que preparar algo especial para inmortalizar el
momento. Salimos juntos y llegamos juntos…Así, agrupados, unidos, satisfechos…,
cruzamos la línea de meta. La fotografía
de la pancarta de llegada teñida de rojo y amarillo fue el mejor colofón para
un día inolvidable. En ella quedará retratada para siempre esa excitante mezcla
de alegría y compañerismo que provocan los sueños cumplidos. Allí estuvimos
Patricio, Juan, Patricia, Adrián, Jorge, Sase, Mario, Víctor y un servidor.
Seguro que ninguno de nosotros lo olvidaremos.
Llega el momento de ir cerrando
esta crónica. Hablábamos al principio de probar el infinito de Cantabria… ¿Después
de todo lo vivido en un fantástico día de ciclismo, qué podríamos decir al
respecto? Mi conclusión es clara: somos demasiado pequeños para hacernos una
idea de la verdadera infinitud, pero estoy seguro de que el infinito nos va
regalando sus destellos en las pequeñas o grandes cosas que acompañan nuestra
vida y que nos hacen disfrutar de verdad. Las huellas del infinito están ahí, a
la vuelta de la esquina: en la belleza de un paisaje, en la majestuosidad de
una montaña, en la inmensidad de un cielo azul, en la sensación de flotar sobre
el asfalto, en el viento que roza el rostro, en la libertad de surcar caminos
desconocidos, en la ilusión que provocan los sueños, en la amistad que une
corazones acompasados a 170 pulsaciones…
Son las ocho de la tarde del día
22 de abril y toca emprender el camino de regreso a León. Es el momento de
echar el cierre a un fin de semana inolvidable (y no sólo por la Cantabrona); un fin de semana en el
que a nosotros, pobres mortales, se nos concedió el privilegio de poder acariciar
el infinito con la punta de los dedos.
José Sánchez González