¡¡Yo aquí no vuelvo!! Es lo
primero que piensa uno cuando cruza la meta de una prueba tan exigente como la
Marmotte. Eso y otras cosas peores te pasan por la cabeza durante los
interminables 14 kilómetros de uno de los colosos de los Alpes, el que
sencillamente te vacía, Alpe d’Huez. Era el remate de una gran jornada
ciclista, muy muy exigente, que te exprime hasta querer no volver a este
magnífico y deseado escenario. Unos sentimientos que contrastan con los que nos
animaron a acudir a una de las grandes pruebas ciclistas de Europa. Todo
comenzó el 30 de junio con el largo traslado….
David García, Jorge Prada, Juan
Diéguez y quien os lo cuenta, Patricia, partimos hacia Los Alpes franceses para
hacer La Marmotte, con 174km y 5000m de desnivel acumulado. Había que hacer un
viaje largo y a toda prisa. Al primer coche le pararon los gendarmes franceses
en la frontera y otra vez recibieron la misma contestación que hace tres años.
“Vamos a la Marmotte!!”.
Habíamos aparcado en la base del
Alpe d’Huez, justo en el sitio donde recomiendan no dejar el coche. No había
muchos, pero el que aparcó detrás tenía matrícula española, y el tío no era ni
más ni menos que de Ponferrada, (esto nos recordó al ciclista de Astorga que
nos encontramos en el mismo hotel en Corvara in Badia un año atrás). Creo
recordar que el ponferradino se llamaba Jose, y entre otras cosas nos dijo que
esta marcha se hacía bien si no gastabas en Glandón, “fundamental coronar el
primer puerto y seguir tiendo buenas piernas”. Pues no veas… un puerto inmenso
con rampas del 8% y el 10% y alguna de incluso más y salir de allí con buenas piernas...¡Para
nosotros teníamos!.
Con muchas dudas pero con muchas
más ganas de cumplir el reto, partíamos de Bourg d’Oisans un sábado 2 de julio
de 2016, bajo una nube que prometía cambios atmosféricos.
Cada miembro de la expedición con
su ruta en la cabeza, Jorge y su temporada de menos entrenamiento y más
compromisos sociales que nunca; David y su cuenta pendiente con la marcha en
sí; Juan, en su mejor momento sin dolores y dieta a base de cervezas y
aceitunas, y yo, a quien la naturaleza le suele hacer lo difícil más difícil
todavía, pero el férreo deseo de llegar a la cima de Alpe d’Huez hizo todo lo
demás.
Con el primer puerto, el Glandón llegó
la selección natural, 1000 m de desnivel positivo en 22 kilómetros de puerto, paisajes
impresionantes de paredes unas veces rocosas otras arboladas, cascadas y una
atmósfera de bochorno agobiante. La gente no hablaba mucho, y tampoco se
escuchaba mucho español, de hecho, lo que más se escuchaba era algún que otro
resoplido y palabras en otros idiomas que por como sonaban, no podían ser nada
bueno. Vamos, que lo que dijo el ponferradino de no gastar en este puerto era
justo lo que estábamos haciendo, ja!. El descenso tampoco te deja descansar
mucho, es muy largo y peligroso, tanto que hasta la organización no cronometra
el tiempo para evitar riesgos.
El mercurio iba subiendo por el
valle de Maurienne a los pies del Tèlègraph, otro de los famosos puertos de la jornada:
12 km de verde paisaje, bosque, mucha humedad, un bochorno que hacía sudar
hasta el ciclista de paja que decora la cima. Desde allí a Valloire donde se encontraba
el tercer avituallamiento, muy generoso por cierto, con orejones, fruta fresca
y miles de barritas y geles de Ettix, pero hago mención especial a los bocatas
de mortadela que tan ricos nos supieron. Durante el corto momento de
“sobremesa”, tirados en una zona verde y espalda apoyada en una valla, nos
mirábamos y nos preguntábamos: “Pero por qué hacemos estas cosas?”.
Con 100 kms de ruta encima teníamos fuerzas
renovadas para enfrentarnos al coloso, al bestia, al inmenso y al más bonito
puerto de la jornada, faltaban 18 km todavía hasta la cima del Galibier a 2645
m de altitud. En la zona inicial de la ascensión, donde las faldas de la
montaña parecen paredes verticales que luego dan paso a praderas verdes,
empezábamos a oler el agua. Una cortina gris se cernía en el horizonte y no
dejaba ver los picos. Mal asunto, unas gotas finitas al principio: “¿Nos
ponemos el chubasquero o no?”, dieron paso a gotones que se espetaban con furia
contra el suelo y claro, sobre nosotros también. Chubasquero puesto pero mojados por dentro y
por fuera. Kilómetros de subida por la carretera serpenteante entre rocas con
un viento que iba a más cuanto más arriba e inflaba el chubasquero y hacía la
ascensión un asunto de orgullo y lucha contra los elementos. La carretera
serpenteante entraba en la zona de empinadas rampas y el
viento cada vez arreciaba más.
Habíamos dejado bastante atrás el único refugio en forma de casa de toda la ascensión y ahora ya solo podíamos tirar hacia la cima donde estaba el avituallamiento, allí rodeados de infinidad de picos recuperábamos fuerzas y por fin dejaba de llover. A nuestro lado unos españoles soñaban con un vaso de leche para mojar las típicas magdalenas francesas alargadas que rezumaban mantequilla. Justo enfrente un voluntarioso hombre regalaba sacos de plástico a los ciclistas para combatir el agua y el frío del descenso. Ciclistas que lucían sus mejores equipaciones en un día como este, pero que no les importaba calarse un saco de plástico con la marca de un pienso para gallinas con tal de mitigar lo que se les avecinaba. Entre el piso mojado, la niebla, los sacos y las caras de susto al ver que la tumbada era peligrosa seguramente fastidiaron el día al fotógrafo de la curva en pleno descenso en la que miles de ciclistas han comprado su foto en ediciones anteriores, verdad Jorge?
Habíamos dejado bastante atrás el único refugio en forma de casa de toda la ascensión y ahora ya solo podíamos tirar hacia la cima donde estaba el avituallamiento, allí rodeados de infinidad de picos recuperábamos fuerzas y por fin dejaba de llover. A nuestro lado unos españoles soñaban con un vaso de leche para mojar las típicas magdalenas francesas alargadas que rezumaban mantequilla. Justo enfrente un voluntarioso hombre regalaba sacos de plástico a los ciclistas para combatir el agua y el frío del descenso. Ciclistas que lucían sus mejores equipaciones en un día como este, pero que no les importaba calarse un saco de plástico con la marca de un pienso para gallinas con tal de mitigar lo que se les avecinaba. Entre el piso mojado, la niebla, los sacos y las caras de susto al ver que la tumbada era peligrosa seguramente fastidiaron el día al fotógrafo de la curva en pleno descenso en la que miles de ciclistas han comprado su foto en ediciones anteriores, verdad Jorge?
Como Jorge y David habían
coronado antes, se encontraron la lluvia en el descenso del Galibier. En un
primer momento la gente se refugiaba en el túnel de la cima del Galibier, los
más atrevidos dejaban esa zona de paisaje lunar donde nada te protege del
viento ni el agua y procedían a descender. Bajar tantos kilómetros con ese frío
y esa humedad hizo que muchísimos ciclistas
se refugiaran en un restaurante de Lautaret, entre ellos David. Al día
siguiente ya no había tanta gente en ese mismo bar y la simpática irlandesa que
nos recomendó la hamburguesa montañesa, (la única en la que no he puesto
kétchup en toda mi vida de lo buenísima que estaba), nos contó que varios
ciclistas tuvieron que ser trasladados en ambulancia por hipotermia, y que uno
fue incapaz de frenar y salió recto en una curva. Incluso dos ciclistas de
Alicante que bajaban con dos minutos de diferencia entre ellos le gastaron la
misma broma a Jorge: “Tú de León, estarás acostumbrado a esto, no?” Los dos le
habían dicho lo mismo bajando y luego lo comentaron en el Foro MTB donde pensaban
que le podía incluso haber sentado mal, pero Juan les trasladó que a Jorge le
había parecido una coincidencia simpática y muy curiosa.
Poco antes de llegar a la base
del Alpe d’Huez empezó a chispear otra vez, pero paró justo antes de comenzar
la subida. Dicen que si ves el coche en la base del puerto, que te entra la
flojera y no lo subes, sin embargo, a todos nos pasó lo contrario. Llegar hasta el inicio del puerto significó
tener claro que íbamos a subir. Cada curva lleva el nombre de uno o dos
ganadores de etapa en ese puerto y el suelo está abarrotado de pintadas de
nombres de ciclistas famosos. Esos nombres te mitigan un poco el sufrimiento,
incluso mucha gente para a descansar, comer y beber algo mientras observan el
panorama y la retahíla de ciclistas arrastrándose para completar los kilómetros
finales de esta última ascensión, la nuestra fue la curva nº 6 la dedicada a
Gianni Bugno. Estaba claro, íbamos a acabar la Marmotte como fuera, como si
teníamos que subir andando, íbamos a llegar arriba.
Para David, subir Alpe d’Huez era
una cuestión de orgullo personal y lo tenía en su bandeja de asuntos
pendientes; Jorge sólo quería llegar a la base “menos tostao” que hace tres
años y sentir que se puede disfrutar de una subida semejante. Juan iba escuchando
un ruido raro en la bici mientras subíamos este último puertaco y decía para
sus adentros: “Sabía que sería duro, pero no puede ser que me esté resultando
¡tan duro!”. Una vez en la cima se percató de que había hecho la subida
frenado. La bomba se había resbalado de su sitio y la rueda había ido
desgastando el velcro durante toda la subida!, Juan también es especialista en
hacer que lo difícil sea más difícil todavía.
Finalmente para mí, subir Alpe d’Huez
era simplemente: “¡La leche!”. Llevaba dando la paliza con ese puerto desde el
mismo día de la inscripción, subir allí
arriba era un sueño que tenía desde niña, una subida mítica que parecía algo
inalcanzable y ahí estábamos, llegando a meta de la mano con una sonrisa de
oreja a oreja, llamando a casa tal y como había prometido para decir: “Estoy en
Alpe d’Huez y lo he conseguido!!!”.
Ya en la meta sentíamos la falta
de calorías y teníamos una temblequera incontrolable, solo teníamos ganas de
abrigarnos y bajar. Jorge y David por allí andaban recuperando fuerzas, ni
siquiera nos entretuvimos en pedir el diploma de finisher. “Ya lo descargaremos por internet”. Bajamos huyendo del
viento que soplaba en la cima, tampoco paramos para hacernos fotos, confiamos
en las fotos de “Photobreton”. Al final llegamos al coche, de ahí al
apartamento en Oz en Oissans, sanos y salvos, ni un pinchazo ni incidente
alguno, los cuatro con caritas de agotamiento físico pero una alegría inmensa
por dentro, miradas de complicidad, abrazos y choques de manos.
No sé por qué hacemos estas
cosas, es cierto, te dejas infinidad de horas en rutas largas para coger fondo,
luego subir puertos que te ponen en tu sitio y tratar de no perder rueda en el
llano. Hacer marchas de gran fondo implica hacer estas tres cosas durante un
día casi entero, pero lo bonito de estas aventuras es darte cuenta de que
querer hacer grandes cosas hace que hagas cosas grandes.
Dos días más tarde nos
aventuramos en otra liada made in David
que implicaba ir con el coche a la cima del Glandón para descender con mil ojos
esa bajada peligrosísima, subir el Col de la Madeleine, desde cuyo mirador se
divisa el Mont Blanc para luego bajar y dirigirnos a los Lacettes de
Montvernier, y teminar en la Croix de Fer. Unos 120 km y más de 3000 m de
desnivel positivo. Al terminar, ni siquiera me quité el casco dentro del coche,
simplemente renunciaba a moverme más. Nunca se nos había hecho de noche
acabando una ruta, pero vaya ruta!!. Sólo otros tres ciclistas andaban por la
zona a la caída del sol, tres españoles que se avisaban de la presencia de
nuestros coches en la carretera con el típico movimiento de mano mientras
decían: “¡Coche, coche!”.
Aquél día fue un punto de
inflexión para David. Ese día recogió el testigo de los grandes escaladores,
llegó el relevo generacional y entró en la Croix de Fer antes que ninguno de
los cuatro, ¿de verdad que pusiste plato en
el último kilómetro? Eso solo lo sabrán las marmotas que le vieron pasar como
un cohete. Mientras David era la cara yo era la cruz de esa moneda en ese
puerto de 30 km que precisamente se llama la Cruz de Hierro, pero versión
francesa. ¡Vaya cruz!
Días más tarde y tras visitar
otros países, Legamos a Flandes. Allí, David, que lleva un GPS incorporado de
serie, nos llevó por callejuelas, cruces y pueblines a recorrer cuatro de los
más famosos muros del infierno del norte y las clásicas de primavera. Esta fue
otra jornada de cicloturismo por lugares emblemáticos y cargados de historia.
Allí supimos lo que es el pavé de Oude Kwaremont, Pateberg, Koppenberg y Kapelmuur
y lo que cuesta mantener el equilibrio al subir, pero mucho más al bajar.
Nada de esto se viviría de la misma manera si no fuera por el placer de compartir el pre, el durante y el post de las marchas en sí. Son estas situaciones las que hacen que forjes lazos de amistad invisibles y resistentes; lazos que se tejen poco a poco, como la tela de araña, fuerte y flexible a la vez. Gracias por este viaje inolvidable.
PATRICIA GONZÁLEZ BARREALES