miércoles, 14 de septiembre de 2016

LA MARMOTTE 2016


¡¡Yo aquí no vuelvo!! Es lo primero que piensa uno cuando cruza la meta de una prueba tan exigente como la Marmotte. Eso y otras cosas peores te pasan por la cabeza durante los interminables 14 kilómetros de uno de los colosos de los Alpes, el que sencillamente te vacía, Alpe d’Huez. Era el remate de una gran jornada ciclista, muy muy exigente, que te exprime hasta querer no volver a este magnífico y deseado escenario. Unos sentimientos que contrastan con los que nos animaron a acudir a una de las grandes pruebas ciclistas de Europa. Todo comenzó el 30 de junio con el largo traslado….


David García, Jorge Prada, Juan Diéguez y quien os lo cuenta, Patricia, partimos hacia Los Alpes franceses para hacer La Marmotte, con 174km y 5000m de desnivel acumulado. Había que hacer un viaje largo y a toda prisa. Al primer coche le pararon los gendarmes franceses en la frontera y otra vez recibieron la misma contestación que hace tres años. “Vamos a la Marmotte!!”.
Habíamos aparcado en la base del Alpe d’Huez, justo en el sitio donde recomiendan no dejar el coche. No había muchos, pero el que aparcó detrás tenía matrícula española, y el tío no era ni más ni menos que de Ponferrada, (esto nos recordó al ciclista de Astorga que nos encontramos en el mismo hotel en Corvara in Badia un año atrás). Creo recordar que el ponferradino se llamaba Jose, y entre otras cosas nos dijo que esta marcha se hacía bien si no gastabas en Glandón, “fundamental coronar el primer puerto y seguir tiendo buenas piernas”. Pues no veas… un puerto inmenso con rampas del 8% y el 10% y alguna de incluso más y salir de allí con buenas piernas...¡Para nosotros teníamos!.
Con muchas dudas pero con muchas más ganas de cumplir el reto, partíamos de Bourg d’Oisans un sábado 2 de julio de 2016, bajo una nube que prometía cambios atmosféricos.







Cada miembro de la expedición con su ruta en la cabeza, Jorge y su temporada de menos entrenamiento y más compromisos sociales que nunca; David y su cuenta pendiente con la marcha en sí; Juan, en su mejor momento sin dolores y dieta a base de cervezas y aceitunas, y yo, a quien la naturaleza le suele hacer lo difícil más difícil todavía, pero el férreo deseo de llegar a la cima de Alpe d’Huez hizo todo lo demás.
Con el primer puerto, el Glandón llegó la selección natural, 1000 m de desnivel positivo en 22 kilómetros de puerto, paisajes impresionantes de paredes unas veces rocosas otras arboladas, cascadas y una atmósfera de bochorno agobiante. La gente no hablaba mucho, y tampoco se escuchaba mucho español, de hecho, lo que más se escuchaba era algún que otro resoplido y palabras en otros idiomas que por como sonaban, no podían ser nada bueno. Vamos, que lo que dijo el ponferradino de no gastar en este puerto era justo lo que estábamos haciendo, ja!. El descenso tampoco te deja descansar mucho, es muy largo y peligroso, tanto que hasta la organización no cronometra el tiempo para evitar riesgos.



El mercurio iba subiendo por el valle de Maurienne a los pies del Tèlègraph, otro de los famosos puertos de la jornada: 12 km de verde paisaje, bosque, mucha humedad, un bochorno que hacía sudar hasta el ciclista de paja que decora la cima. Desde allí a Valloire donde se encontraba el tercer avituallamiento, muy generoso por cierto, con orejones, fruta fresca y miles de barritas y geles de Ettix, pero hago mención especial a los bocatas de mortadela que tan ricos nos supieron. Durante el corto momento de “sobremesa”, tirados en una zona verde y espalda apoyada en una valla, nos mirábamos y nos preguntábamos: “Pero por qué hacemos estas cosas?”.
 Con 100 kms de ruta encima teníamos fuerzas renovadas para enfrentarnos al coloso, al bestia, al inmenso y al más bonito puerto de la jornada, faltaban 18 km todavía hasta la cima del Galibier a 2645 m de altitud. En la zona inicial de la ascensión, donde las faldas de la montaña parecen paredes verticales que luego dan paso a praderas verdes, empezábamos a oler el agua. Una cortina gris se cernía en el horizonte y no dejaba ver los picos. Mal asunto, unas gotas finitas al principio: “¿Nos ponemos el chubasquero o no?”, dieron paso a gotones que se espetaban con furia contra el suelo y claro, sobre nosotros también.  Chubasquero puesto pero mojados por dentro y por fuera. Kilómetros de subida por la carretera serpenteante entre rocas con un viento que iba a más cuanto más arriba e inflaba el chubasquero y hacía la ascensión un asunto de orgullo y lucha contra los elementos. La carretera serpenteante entraba en la zona de empinadas rampas y el viento cada vez arreciaba más.



Habíamos dejado bastante atrás el único refugio en forma de casa de toda la ascensión y ahora ya solo podíamos tirar hacia la cima donde estaba el avituallamiento, allí rodeados de infinidad de picos recuperábamos fuerzas y  por fin dejaba de llover. A nuestro lado unos españoles soñaban con un vaso de leche para mojar las típicas magdalenas francesas alargadas que rezumaban mantequilla. Justo enfrente un voluntarioso hombre regalaba sacos de plástico a los ciclistas para combatir el agua y el frío del descenso. Ciclistas que lucían sus mejores equipaciones en un día como este, pero que no les importaba calarse un saco de plástico con la marca de un pienso para gallinas con tal de mitigar lo que se les avecinaba. Entre el piso mojado, la niebla, los sacos y las caras de susto al ver que la tumbada era peligrosa seguramente fastidiaron el día al fotógrafo de la curva en pleno descenso en la que miles de ciclistas han comprado su foto en ediciones anteriores, verdad Jorge? 




Como Jorge y David habían coronado antes, se encontraron la lluvia en el descenso del Galibier. En un primer momento la gente se refugiaba en el túnel de la cima del Galibier, los más atrevidos dejaban esa zona de paisaje lunar donde nada te protege del viento ni el agua y procedían a descender. Bajar tantos kilómetros con ese frío y esa humedad hizo que muchísimos  ciclistas se refugiaran en un restaurante de Lautaret, entre ellos David. Al día siguiente ya no había tanta gente en ese mismo bar y la simpática irlandesa que nos recomendó la hamburguesa montañesa, (la única en la que no he puesto kétchup en toda mi vida de lo buenísima que estaba), nos contó que varios ciclistas tuvieron que ser trasladados en ambulancia por hipotermia, y que uno fue incapaz de frenar y salió recto en una curva. Incluso dos ciclistas de Alicante que bajaban con dos minutos de diferencia entre ellos le gastaron la misma broma a Jorge: “Tú de León, estarás acostumbrado a esto, no?” Los dos le habían dicho lo mismo bajando y luego lo comentaron en el Foro MTB donde pensaban que le podía incluso haber sentado mal, pero Juan les trasladó que a Jorge le había parecido una coincidencia simpática y muy curiosa.






Poco antes de llegar a la base del Alpe d’Huez empezó a chispear otra vez, pero paró justo antes de comenzar la subida. Dicen que si ves el coche en la base del puerto, que te entra la flojera y no lo subes, sin embargo, a todos nos pasó lo contrario.  Llegar hasta el inicio del puerto significó tener claro que íbamos a subir. Cada curva lleva el nombre de uno o dos ganadores de etapa en ese puerto y el suelo está abarrotado de pintadas de nombres de ciclistas famosos. Esos nombres te mitigan un poco el sufrimiento, incluso mucha gente para a descansar, comer y beber algo mientras observan el panorama y la retahíla de ciclistas arrastrándose para completar los kilómetros finales de esta última ascensión, la nuestra fue la curva nº 6 la dedicada a Gianni Bugno. Estaba claro, íbamos a acabar la Marmotte como fuera, como si teníamos que subir andando, íbamos a llegar arriba.
Para David, subir Alpe d’Huez era una cuestión de orgullo personal y lo tenía en su bandeja de asuntos pendientes; Jorge sólo quería llegar a la base “menos tostao” que hace tres años y sentir que se puede disfrutar de una subida semejante. Juan iba escuchando un ruido raro en la bici mientras subíamos este último puertaco y decía para sus adentros: “Sabía que sería duro, pero no puede ser que me esté resultando ¡tan duro!”. Una vez en la cima se percató de que había hecho la subida frenado. La bomba se había resbalado de su sitio y la rueda había ido desgastando el velcro durante toda la subida!, Juan también es especialista en hacer que lo difícil sea más difícil todavía.

Finalmente para mí, subir Alpe d’Huez era simplemente: “¡La leche!”. Llevaba dando la paliza con ese puerto desde el mismo día de la inscripción,  subir allí arriba era un sueño que tenía desde niña, una subida mítica que parecía algo inalcanzable y ahí estábamos, llegando a meta de la mano con una sonrisa de oreja a oreja, llamando a casa tal y como había prometido para decir: “Estoy en Alpe d’Huez y lo he conseguido!!!”. 


Ya en la meta sentíamos la falta de calorías y teníamos una temblequera incontrolable, solo teníamos ganas de abrigarnos y bajar. Jorge y David por allí andaban recuperando fuerzas, ni siquiera nos entretuvimos en pedir el diploma de finisher. “Ya lo descargaremos por internet”. Bajamos huyendo del viento que soplaba en la cima, tampoco paramos para hacernos fotos, confiamos en las fotos de “Photobreton”. Al final llegamos al coche, de ahí al apartamento en Oz en Oissans, sanos y salvos, ni un pinchazo ni incidente alguno, los cuatro con caritas de agotamiento físico pero una alegría inmensa por dentro, miradas de complicidad, abrazos y choques de manos.
No sé por qué hacemos estas cosas, es cierto, te dejas infinidad de horas en rutas largas para coger fondo, luego subir puertos que te ponen en tu sitio y tratar de no perder rueda en el llano. Hacer marchas de gran fondo implica hacer estas tres cosas durante un día casi entero, pero lo bonito de estas aventuras es darte cuenta de que querer hacer grandes cosas hace que hagas cosas grandes.
Dos días más tarde nos aventuramos en otra liada made in David que implicaba ir con el coche a la cima del Glandón para descender con mil ojos esa bajada peligrosísima, subir el Col de la Madeleine, desde cuyo mirador se divisa el Mont Blanc para luego bajar y dirigirnos a los Lacettes de Montvernier, y teminar en la Croix de Fer. Unos 120 km y más de 3000 m de desnivel positivo. Al terminar, ni siquiera me quité el casco dentro del coche, simplemente renunciaba a moverme más. Nunca se nos había hecho de noche acabando una ruta, pero vaya ruta!!. Sólo otros tres ciclistas andaban por la zona a la caída del sol, tres españoles que se avisaban de la presencia de nuestros coches en la carretera con el típico movimiento de mano mientras decían: “¡Coche, coche!”.
Aquél día fue un punto de inflexión para David. Ese día recogió el testigo de los grandes escaladores, llegó el relevo generacional y entró en la Croix de Fer antes que ninguno de los cuatro, ¿de verdad que pusiste plato en el último kilómetro? Eso solo lo sabrán las marmotas que le vieron pasar como un cohete. Mientras David era la cara yo era la cruz de esa moneda en ese puerto de 30 km que precisamente se llama la Cruz de Hierro, pero versión francesa. ¡Vaya cruz!
Días más tarde y tras visitar otros países, Legamos a Flandes. Allí, David, que lleva un GPS incorporado de serie, nos llevó por callejuelas, cruces y pueblines a recorrer cuatro de los más famosos muros del infierno del norte y las clásicas de primavera. Esta fue otra jornada de cicloturismo por lugares emblemáticos y cargados de historia. Allí supimos lo que es el pavé de Oude Kwaremont, Pateberg, Koppenberg y Kapelmuur y lo que cuesta mantener el equilibrio al subir, pero mucho más al bajar.



Nada de esto se viviría de la misma manera si no fuera por el placer de compartir el pre, el durante y el post de las marchas en sí. Son estas situaciones las que hacen que forjes lazos de amistad invisibles y resistentes; lazos que se tejen poco a poco, como la tela de araña, fuerte y flexible a la vez. Gracias por este viaje inolvidable.

PATRICIA GONZÁLEZ BARREALES